Jesús enseña sobre el divorcio

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  1. REFUTACION DE LA DOCTRINA GNOSTICA

    Después de señalar cómo en el libro I ha puesto al desnudo los errores de los herejes, en el Prefacio del libro II San Ireneo anuncia que impugnará sus teorías fundamentales, es decir, las parejas de Eones que llenan el Pléroma; pero, sobre todo, su afán de postular a un Dios absolutamente desconocido, superior al Demiurgo Hacedor de este mundo. Usa tres métodos: el más importante, pues el fin del obispo de Lyon es ante todo precaver a los cristianos contra las falacias, consiste en hacer patente la oposición de las doctrinas gnósticas a la Escritura. Con el segundo desenmascara las múltiples contradicciones internas de sus enseñanza. Y, por último, con un carácter irónico, el Santo caricaturiza muchas de sus doctrinas.

    1. No existe un Pléroma sobre el Dios Creador (II, 1-11)

    San Ireneo antepone el primer artículo de la «Regla de la Verdad»: sólo hay un Dios y Padre Creador de todo, y que todo lo contiene: es el Pléroma (cf. II, 1,1-2) (15). No hay una separación radical entre Dios y el mundo, ni éste es extraño a Dios, ni pertenece a otro Demiurgo. Y no es posible afirmar que algo exista fuera de su dominio, porque caeríamos en el absurdo de una serie infinita de seres (cf. II, 1,3-4). O se confiesa el único Dios de la fe cristiana, o tropezamos en la aberración de una multiplicidad de dioses, encerrado cada uno en su propio dominio, que no harían sino limitar al Dios uno (cf. II, 1,5).

    Es absurdo que los Angeles o un Demiurgo diverso hayan fabricado los seres fuera del dominio del Padre (cf. II, 2,1-2) y sin contar con su voluntad (cf. II, 2,3). Ni Dios los necesita como instrumentos, pues tiene a su Verbo, por medio del cual ha hecho todas las cosas (cf. II, 2,4-6). El único creador es, pues, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Con esto San Ireneo ha destruido toda la base de las doctrinas gnósticas. Sin embargo, luego afina el ataque contra algunos detalles.

    1.1. No existen el vacío y la tiniebla exteriores al Pléroma que los valentinianos enseñan (cf. II, 3,1-2 y 4,1): un vacío exterior al Pléroma lo englobaría, y por definición éste ya no sería la Plenitud. Incluso el vacío sería superior y mayor que el Pléroma, e incluiría aún a Dios. Según la Escritura, todas las cosas han sido hechas por la sabiduría de Dios y según su voluntad; luego es blasfemo afirmar que son producto de la ignorancia y el desecho. El pretendido vacío, o existiría por voluntad del Padre, semejante a los Eones (y en tal caso no sería vacío), o independientemente del Padre, y entonces sería otro Dios.

    1.2. El mundo no nació de la ignorancia y el desecho. Esto supondría, o que el Padre es descuidado y se le han escapado los seres (cf. II, 4,2), o bien que su Luz no lo llena todo (pues el mundo habría nacido en la oscuridad y el vacío: cf. II, 4,3), pero si su Luz no es omnipotente, entonces él mismo vive en tinieblas. Es absurdo decir que el mundo nació como fruto de la pasión de la Madre Achamot, por la cual fue arrojada del Pléroma, y luego enseñar que este Cristo fue al mundo para librarla de la ignorancia (cf. II, 5,1-2). Y si la materia hubiese sido creada de esa penuria contra la voluntad del Padre (en el que no cabe ignorancia), éste ya no sería libre, sino esclavo de la necesidad (cf. II, 5,3-4). Los herejes hipotizan que los Angeles o el Demiurgo creadores son los ignorantes. San Ireneo los refuta con la Escritura: aun los seres humanos, que no ven a Dios, lo conocen por sus obras. ¿Cómo pueden ignorarlo aun en sus obras, aquellos que, por hipótesis, han creado a los hombres? (cf. II, 6,1-3).

    Tampoco es posible esa ignorancia, pues ellos afirman que el Demiurgo (o los Angeles) han creado las cosas del mundo inferior según las imágenes de las realidades del Pléroma: ¿cómo es posible si las ignoran? Enseñan que el Salvador hizo todo por medio de Achamot para honrar al Pléroma: ¿cómo va a honrarlo y no más bien a insultarlo, haciendo «según sus imágenes» estas cosas materiales que los herejes confiesan corruptas y fruto del desecho y la ignorancia, y destinadas a la destrucción? (cf. II, 7,1). Además, según ellos, el Salvador por medio de Achamot hizo al Demiurgo como imagen del Unigénito (cf. I, 5,1): si es así, ¿cómo pudo el Salvador ser tan mal hacedor, que fabricó una imagen tan imperfecta por ser ignorante? (cf. II, 7,2). Por otra parte, siendo las cosas del mundo infinitas en número, diferentes y aun opuestas, tendrían que ser infinitas en número (¡pero los herejes sólo hablan de 30 Eones!) y opuestas entre sí las realidades del Pléroma cuyas imágenes representan (cf. II, 7,3-5). Por ejemplo, un mundo de oscuridad y tinieblas tendría que ser la imagen de uno luminoso; y seres abocados a la destrucción por naturaleza, imágenes de los incorruptibles (cf. II, 7,6-7).

    1.3. La fe universal en un solo Dios Creador es la conclusión a la que San Ireneo llega. En efecto, es unánime en la Escritura el testimonio de los patriarcas, los profetas, Cristo y los Apóstoles. Por lo mismo, postular a un Padre desconocido diverso del Creador, no es sino una fantasía blasfema inventada por Simón el Mago. Pero, como los herejes quieren engañar a los cristianos para arrastrarlos a sus sectas, manipulan las parábolas (léase pasajes) de las Escrituras para forzarlas a probar sus teorías (cf. II, 9,1-2).

    2. La absurda doctrina sobre el Pléroma (II, 12-14)

    Después de haber mostrado el absurdo de la tesis básica y común a los herejes, San Ireneo atiende a otras de sus doctrinas particulares.

    2.1. La pretendida estructura del Pléroma formado por 30 Eones (la Treintena), según los valentinianos. Les prueba la contradicción de contar entre los treinta al Padre de todos (no emitido), junto con los demás (emitidos). Luego el Pléroma, en todo caso, consistiría en Dios y 29 Eones (cf. II, 12,1). En seguida prueba el absurdo de «personificar» de modo separado a Eones que no son sino funciones o actividades del sujeto; por ejemplo, el Pensamiento como distinto del Padre que piensa. Si se comparan los Eones masculinos con los femeninos, se verá que estos segundos no son sino funciones o partes de los primeros, de modo que los Eones tendrían que reducirse a la mitad: por ejemplo, es un sinsentido separar la Sabiduría de la Voluntad, para luego unirlas en matrimonio. Añádese que hay Eones contradictorios dentro del mismo Pléroma, que se excluyen mutuamente, como el Verbo (es decir la Palabra) y el Silencio (cf. II, 12,2-6).

    Si se lee atentamente la exposición de los valentinianos, se observará que en realidad no son treinta eones, pues han añadido otros cuatro: el Límite, el Cristo, el Espíritu Santo y el Salvador, de donde resultarían 34 (cf. II, 12,7-8).

    Además de la contradicción entre los números que alegan, también la hay en cuanto a su teoría de las emisiones. Dicen que la Mente fue emitida por el Pensamiento: ¿cómo es posible, si más bien el pensamiento es un producto de la mente, de la que proviene toda actividad interior del hombre (a cuya imagen han fantaseado la estructura del pléroma)? Ni el Pensamiento pudo ser emitido por el Protopadre, porque lo conciben con su propia personalidad; pero, por el contrario, es siempre una función del sujeto que lo produce en su interior (cf. II, 13,1-2).

    El problema de los valentinianos, dice San Ireneo, es que absolutizan la constitución del ser humano, para crear un Pléroma según su semejanza: entonces todo el Pléroma existe en función y como imagen del hombre. Pero éste, formado de cuerpo y alma, es compuesto, múltiple y mudable. ¿Cómo se puede fantasear un mundo que en cada una de sus partes sea imagen del Dios simple, infinito e inmutable? Pero si insisten en que el Protopadre emitió de su interior un Pensamiento como un ser diverso de sí, entonces no pueden sino postular un Dios compuesto y corporal como el hombre. Y si afirman que todos los Eones quedan en el interior del Protopadre, ¿cómo es posible que, según sus hipótesis, coexistan en él la Sabiduría y la ignorancia? (cf. II, 13,3-7).

    Por su parte, Basílides pone el origen de toda la realidad en el matrimonio del Verbo y la Vida. Ante todo, el Verbo (Palabra) de Dios no está separado de él, que es un ser absolutamente simple. Ellos, en cambio, lo separan a semejanza de la Palabra humana que el hombre emite fuera de su boca. ¿Entonces cómo pudo el Verbo de Dios (y no Dios mismo) unirse en matrimonio con la Vida? ¿Y cómo pretenden que la Vida sea sólo el sexto de los Eones emitidos, si el mismo Padre (el primero de los Eones según ellos) es ya viviente y por tanto tiene la vida? Por eso la Escritura no habla de la Vida como algo diferente de Dios, sino que afirma: Dios es la Vida (n. 13,8-9). Igualmente absurda es su teoría sobre el origen del Hombre y la Iglesia: ¿cómo pueden provenir del matrimonio entre dos elementos que no tienen propia personalidad fuera del Padre, como son el Verbo y la Vida? (cf. II, 13,10).

    2.2. Las ideas valentinianas son de origen pagano, afirma San Ireneo, y lo prueba aduciendo algunos textos de autores griegos. Ante todo cita la obra Los pájaros del comediógrafo Aristófanes, que ve nacer los dioses de la Noche y el Silencio, padres del Caos, Eros y la Luz. A su vez los dioses producen al ser humano. El obispo de Lyon no puede sino comparar esas fantasías cómicas con la emisión valentiniana de los Eones. De modo semejante cita en seguida las teorías de Tales de Mileto, Homero, Anaximandro, Anaxágoras, Demócrito, Epicuro, Empédocles, Platón, Hesíodo, Aristóteles y los pitagóricos, y hace ver cómo de ellas los valentinianos han elegido cada uno de los elementos con los que, desde Simón el Mago, han construido el hipotético origen de las realidades superiores de su Pléroma (cf. II, 14,1-7).

    Finalmente, advierte cómo no menos extravagante es hipotizar, después del origen de tales realidades superiores de la Ogdóada primordial, la emisión de otras de segundo orden que forman la Década y la Docena: se trata de una simple afirmación dogmatizante, sin una traza de prueba. Más aún, tal teoría oculta el absurdo de admitir caídas y pasiones en el último de los Eones, de los que habría nacido el mundo. Y, peor que eso, para salvarlo habría sido emitido (¡en función de algo que ellos consideran producto del desecho!) el Salvador, como el fruto perfecto de todos los Eones (cf. II, 14,8-9).

    3. La falsa estructura del Pléroma (II, 15-24)

    3.1. Absurdo de la estructura. San Ireneo muestra el capricho de enseñar un Pléroma de 30 Eones divididos en ocho, diez y doce. Es ilógico, por ejemplo, que sean 30 por los días del mes, ya que unos meses tienen más y otros menos días, y además porque el Pléroma (realidad superior) no fue estructurado en función de los meses (realidad terrena), pues entonces lo terreno sería lo absoluto, y el Pléroma sólo su imagen (cf. II, 15,1-2). Pero, además, si el Padre hubiese modelado el Pléroma como imagen del mundo, querría decir que éste es anterior a aquel, al menos por naturaleza. La fe de la Iglesia enseña que el único Dios y Padre ha hecho todas las cosas tomando el modelo de su propia mente; de otro modo se seguiría por fuerza la inepcia de una serie infinita de modelos (cf. II, 15,3-16,4).

    3.2. Absurdo de las emanaciones inferiores. San Ireneo muestra que sólo puede haber cuatro tipos de emanación: a) Como un ser humano procede de otro (en este caso tenemos dos seres diversos); b) como una rama procede del árbol (hallamos ahora un solo ser en desarrollo de sus partes); d) como una luz de otra (mas entonces en realidad son la misma luz); c) como un rayo del sol, siendo en realidad una proyección del mismo. En todo caso, es necio afirmar que los seres procedan de la «caída e ignorancia» de un Eón del Pléroma. Esto supondría una deficiencia en el Pléroma mismo, el cual, por consiguiente, dejaría de ser un Pléroma divino (cf. II, 17).

    3.3. Absurdo de la caída y la pasión de la Sabiduría. Es risible llamar Sabiduría a un Eón caído en la ignorancia y la pasión, como es contradictorio que de éstas (siendo tendencias que sólo tienen realidad en un sujeto, sin substancia propia) nazcan las substancias de los seres terrenos. Es, además, aberrante pensar en pasiones negativas en un Eón del Pléroma (que se presume todo pneumático), como lo es que, siendo un ser simple, se le considere Madre de la que emanan los seres materiales (cf. II, 18).

    3.4. Absurdo de la «semilla» (sperma), que haya brotado de un ser espiritual, y mucho más sin que éste lo supiese, y que de ella el Demiurgo formase sin darse cuenta, todo el mundo fuera del Pléroma (un mundo tan inmenso, complejo y ordenado). Además de que, según sus teorías, los gnósticos serían seres pneumáticos, sin embargo nacidos en este mundo (hechos por el Demiurgo a imagen del Pléroma), y conocerían el Pléroma que su mismo Hacedor ignora. Además, es un contrasentido que una «semilla espiritual» (del Pléroma pneumático) haya descendido al mundo material y psíquico para perfeccionarse (cf. II, 19,1-7).

    De ahí que, concluye San Ireneo, toda la construcción de los herejes es de barro, pero está pintada para que parezca de oro. Basta raspar un poco la superficie para descubrir la fragilidad de su consistencia (cf. II, 19,8-9).

    3.5. Absurdo de la teoría de las letras y los números. Los gnósticos pretenden hallar en las letras que forman las palabras de la Biblia, y en el significado numérico de las mismas (ya que en griego los números se expresan por letras), las pruebas de sus teorías. Por ejemplo, con el hecho de que a Cristo lo traicionó Judas, el apóstol nombrado en 12º lugar, «prueban» la caída de la Sabiduría, el último Eón de la Docena. San Ireneo los refuta porque, según su misma teoría, ella no es el 12º Eón del Pléroma, sino el 30º. Ni el sufrimiento de esta Sabiduría por haber sido expulsada del Pléroma tiene que ver con la pasión de Cristo, como la desfiguran, ni por su modo ni por sus fines. Además, si pretenden que Cristo eligió a 12 Apóstoles para revelar su «Docena», ¿qué eligió para revelar su «Década» y su «Odgóada»? ¿Y dónde cabe dentro de su Docena el Apóstol Pablo? (cf. II, 20-22). Ellos alegan, además, que Cristo sufrió la pasión en el 12º mes, para mostrar la pasión del 12º Eón (la Sabiduría). ¿Pero de dónde sacan que Cristo sufrió en el 12º mes? Murió en la Pascua, que era para los judíos el mes primero, y su ministerio duró por lo menos tres años (cf. II, 22). Así también es caprichosa su exégesis de la hemorroísa, que sufrió la enfermedad durante 12 años y luego fue curada, como revelación de la Docena (cf. II, 23).

    3.6. Absurdo de la semejante teoría de Marcos. Este saca los significados de las letras de los nombres bíblicos, por el valor numérico que representan; por ejemplo, la cifra del nombre Sotèr (Salvador), o Iesoûs. Es arbitrario, porque también lo es el valor que dan los griegos a la representación de las letras. El alfabeto griego es totalmente convencional, y, siendo temporal y bastante reciente, no puede representar las realidades intemporales del Pléroma. Añádase que, de los innumerables nombres y pasajes de la Biblia, Marcos toma a capricho aquellos que le convienen y deja de lado la mayoría. Son tantos los números y nombres que en ella aparecen, que de hecho, según el antojo, se pueden elegir unos y desechar otros para «probar» cualquier teoría que se les ocurra (cf. II, 23-24).

    4. Verdadera y falsa gnosis (II, 25-28)

    4.1. La doctrina de la verdad se funda en el orden y medida que el único Dios y Creador quiso imprimir en el mundo, desde los orígenes de la creación hasta el final de su historia. San Ireneo usa aquí su famosa comparación de la melodía de la cítara: sus sonidos son diversos, pero con ellos se construye una única melodía, así como es uno y múltiple el plan divino. El hombre es demasiado pequeño para comprender todos los planes y la vida íntima del Creador; por eso debe con humildad acoger la Palabra de éste, cuando y en la medida en la que él quiere revelarlo (cf. II, 25).

    4.2. El orgullo de la gnosis. San Ireneo empieza recordando que es más valioso el amor del ignorante que el orgullo del sabio. Ellos, porque el Señor dijo: «Buscad y hallaréis» (Mt 7,7), pretenden tener la capacidad de conocer toda la verdad divina, incluso la que el Señor no ha querido revelarnos (cf. II, 26). Es verdad que hay una legítima búsqueda de la verdad, cuando está abierta a acoger con sencillez, y dentro de los límites de la propia capacidad humana, la Palabra del Dios que se nos revela. Pero eso supone que no abusamos de las parábolas de la Escritura, para, manipulándolas, probar nuestras ideas preconcebidas, que en tal caso se tornan contradictorias. Además, una sana actitud ante el conocimiento es aprender que existen muchas verdades que sobrepasan nuestra capacidad y que hemos de reservar a Dios, el cual revelará las que a él le parezca conveniente, según su Economía. El problema de los herejes es que pretenden tener el dominio de la ciencia, de modo que se elevan a sí mismos hasta el rango de Dios (cf. II, 27-28).

    5. Doctrinas aberrantes (II, 29-35)

    5.1. La escatología valentiniana. Los gnósticos se creen ya salvados por naturaleza, al escapar del alma y del cuerpo tras la muerte, por ser seres pneumáticos. Por eso se sienten libres de la moral en este mundo. Pero ¿de dónde lo sacan? El ser humano está formado únicamente de alma y cuerpo (el espíritu no es un elemento natural distinto del alma; y el Espíritu que se concede al hombre perfecto es el Espíritu Santo): ¿qué es entonces lo que en ellos se salva? Es, además, descabellado enseñar que, por una parte, por naturaleza las almas de los psíquicos quedarán en la Región Intermedia con el Demiurgo, y por otra deban practicar la fe y la justicia (cristianas) para salvarse. Y desatinado que el futuro del cuerpo (y por ende los hombres hílicos) sea quemarse con toda la tierra: ¿acaso quien vive la fe y practica la justicia no es el ser humano completo, es decir cuerpo y alma? ¿Por qué entonces pretenden que sólo el alma podrá vivir en la Región Intermedia? (cf. II, 29).

    5.2. La naturaleza de su Demiurgo. Es caprichoso decir que es un ser sólo psíquico (es decir, no más que un alma), ignorante del Pléroma, y sin embargo enseñar que sea el Creador. Porque a un ser se le conoce por sus obras. Y el Creador ha hecho no únicamente los seres materiales y las almas, sino también los seres espirituales, como se prueba por la doctrina de San Pablo. El mundo, además, es inmenso y conserva un orden perfecto: ¿cómo puede ser obra de un Creador ignorante? Por consiguiente, San Ireneo concluye, el Creador es el único Dios verdadero y Padre (cf. II, 30).

    5.3. Refutación de sectarios menores. En seguida el obispo de Lyon hace notar las contradicciones y caprichos de varios jefes de sectas secundarias. Ante todo hace caer en la cuenta de que todos ellos pretenden ser superiores a los otros, añadiendo este o aquel elemento caprichoso a su propia doctrina, para atraer prosélitos a sus grupos; pero en el fondo todos dependen de Simón el Mago y de Carpócrates. Basta, por tanto, refutar a éstos, para que el resto caiga (cf. II, 31,1).

    5.4. Vacío de la magia. El obispo de Lyon empieza advirtiendo que todos ellos usan artes de magia para embaucar a los incautos. En esas acciones no se hallan ni atisbos de obras divinas, pues se trata de habilidades aprendidas. Jamás probaron haber realizado la resurrección de un muerto, la curación de un lisiado, etc. Los pretendidos milagros son preparados con trucos (cf. II, 31,1-2).

    5.5. Su orgullo les lleva a creerse superiores a toda ley moral, por ser pneumáticos, y esta actitud los arrastra a las más indignas prácticas de inmoralidad, sobre todo en materia de sexo. Abusan de su falso ascendiente para dominar a pobres mujeres incautas y arrebatarles su honra y su dinero. En su soberbia incluso se sienten superiores a Jesús, tanto en sus doctrinas como en sus obras. En cambio jamás han probado algún milagro como los realizados por el Señor, ni su conducta le es remotamente comparable (cf. II, 32,1-5).

    5.6. La transmigración de las almas. Si éstas hubiesen vivido una vida anterior, necesariamente deberían conservar su recuerdo: de otra manera, ¿como pueden saber que ya existieron? Un olvido tan total, en primer lugar no es posible, y en segundo indica que no tienen argumento alguno para probar su ilusoria doctrina. Hablan, siguiendo a Platón, de una «copa del olvido» que tomaron antes de volverse a encarnar. ¿Y cómo lo afirman si no lo recuerdan? Por otra parte, todo el ser humano, alma y cuerpo, es responsable por sus obras justas e injustas: así lo enseña toda la Escritura, sobre todo el Señor en el Evangelio (cf. II, 33,1-34,1).

    5.7. El alma no es mortal. Otros dicen que, si el alma comenzó a existir, debe tener un término como todo lo que no es eterno. San Ireneo acepta que el argumento podría valer en un orden sólo natural. Pero si Dios es el Creador de las almas, entonces éstas (como todos los demás seres creados) vivirán tanto cuanto el Creador quiera mantener su don. Por eso la fe depende de lo que él nos haya revelado como voluntad suya, para que podamos conocer este destino. Y él ha enseñado su plan de salvación de los seres humanos (alma y cuerpo) para siempre (cf. II, 34,2-4).

    5.8. Pluralidad de los cielos y los dioses. San Ireneo concluye demostrando la incongruencia de estas dos teorías. Ante todo recuerda (pues ya lo ha probado en II, 16,2-4) cuán arbitrario es el número de cielos que Basílides pregona, y que unos derivan de otros. Y sobre la pluralidad de los dioses que algunos herejes enseñan, basados en los varios nombres que la Biblia utiliza, les hace caer en la cuenta de que no son nombres de dioses diversos, sino expresiones debidas a las distintas razas y culturas hebreas que la Escritura recoge, pero que se refieren al único Dios en el que ellas creían (cf. II, 35,2-3).

    Luego, concluye San Ireneo, uno solo es el Dios y Padre, que ha creado todas las cosas y todas las sostiene. El mismo es quien, según su Economía, ha querido históricamente salvar al hombre, obrando siempre por medio de su Hijo y de su Espíritu. Esta es la doctrina del Antiguo y del Nuevo Testamento que destruye todas las herejías (cf. II, 35,4).

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    Notas

    15. De esta manera confirma en el libro II la Regla de la fe de la Iglesia (cf. Introducción IV,2), que en el libro I contrastaba con las enseñanzas heréticas (cf. I, 10,1-3 y 22,1). [Regresar]

    IV. HITOS DE LA TEOLOGIA DE SAN IRENEO

    Esta obra es la primera síntesis teológica más completa en los primeros siglos de la Iglesia.

    1. Las fuentes de la fe

    1.1. La Escritura. San Ireneo exige la fidelidad a toda la Escritura como la fuente primordial de la fe. (16) He aquí algunos principios fundamentales de su hermenéutica:

    1º La Escritura se explica por la Escritura misma, y no por ideas extrañas a ella. Es preciso comparar los distintos pasajes para que, iluminándose unos a otros, cada uno pueda adquirir su significado natural en el contexto (cf. II, 10,1; 27,1; III, 12,9).

    2º La actitud con la que el fiel se acerca a la Escritura. Contra los gnósticos, que pretenden conocer toda la verdad, San Ireneo reconoce que muchos aspectos de ella son para nosotros demasiado altos y misteriosos, de modo que debemos dejar mucho espacio a la ciencia insondable de Dios, el único que la conoce plenamente; y de él, como discípulos, podemos escuchar y aprender sólo una parte (cf. II, 28,3), si acogemos su Palabra con espíritu humilde y reverente.

    3º La perfecta unidad de toda la Escritura. Revela un mismo y único Dios, el Creador y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Pero también el autor es el mismo: el Padre, que nos ha hablado por su Verbo y por su Espíritu. Con esta regla San Ireneo contradice a los gnósticos, que por lo general dividían los dos Testamentos, y solían atribuir el Antiguo al Demiurgo, el Yahvé justo de los hebreos. El autor del Nuevo sería el Padre bueno de Nuestro Señor Jesucristo (cf. II, 28,1-9).

    4º Sentido cristológico de ambos Testamentos: el Antiguo es figura y profecía del Nuevo (17). El Antiguo está dirigido a preparar la venida del Hijo en la carne (cf. IV, 34,1).

    5º Revelación clara. Sobre las cuestiones de trascendencia no hay duda posible: el Señor las ha revelado con claridad a fin de que todos puedan conocerlas. En cuanto a cuestiones de menor peso, se han de interpretar como las han entendido las iglesias más antiguas, fundadas por los Apóstoles, pues éstos les dejaron en herencia la fe y la doctrina (cf. III, 4,1).

    6º Toda la Escritura es inspirada. San Ireneo suele decirlo repitiendo una fórmula en la que resume todos los autores sagrados: como lo dijeron «los profetas, el Señor y los Apóstoles» (I, 6,6; 8,1; II, 2,6; 35,4; V, Pr; D 48). En «los profetas» San Ireneo suele comprender todo el Antiguo Testamento; en «los Apóstoles», el Nuevo. Supone que, a través de ellos, Dios ha hablado no sólo a unos hombres del pasado, sino a todos los seres humanos.

    7º El autor de la Escritura es el único Dios, que ha hablado por su Verbo e inspirado a los escritores sagrados por medio de su Espíritu (cf. IV, 5,1-5; 11,4; 32,1-2; V, 22,1). De hecho San Ireneo intercambia la atribución de la obra a cualquiera de las «personas». Algunas veces es el Hijo (o el Verbo) quien habla por los autores sagrados, otras el Espíritu.

    1.2. La Tradición. La Escritura nace de la Tradición de la Iglesia, y a su vez le da origen: surge de la predicación apostólica y de ella saca su vida para, a su vez, transmitirla. Por ello ambas son inseparables. Cuando a la Escritura se la despoja de la Tradición, se la distorsiona, y, aun manteniendo la letra, se la fuerza a decir lo que el Señor no ha querido: manejando de esta manera la Palabra de Dios, se la convierte en palabra de hombres.

    Los gnósticos, eliminando muchos elementos de la Escritura que no se ajustaban a sus doctrinas, aducían una tradición secreta, mistérica, reservada a los iniciados en la gnosis. Pero cada uno manejaba los contenidos a su antojo, según convenía a sus postulados. San Ireneo también acude a la Tradición, pero, por una parte, nunca la separa de la Escritura, y, por otra, la defiende como abierta a todos los pueblos y originada de los mismos Apóstoles. Jamás como secreta o reservada a iniciados. Esta Tradición se conserva intacta en toda la Iglesia, que la predica siempre fiel a sí misma. Los signos de su legitimidad son:

    1º Los Apóstoles la confiaron a las iglesias que fundaron (18), y éstas la custodian desde el principio, de manera que es preciso acudir a ellas para conocer la doctrina original del Maestro (cf. I, 10,2; II, 9,1; 30,9; III, Pr; 3,1; 4,1; 5,1; IV 26,5). El Señor envió el Espíritu Santo a los Apóstoles, a quienes constituyó en Iglesia, como guía en el conocimiento de la verdad. Ningún individuo tiene derecho de arrogarse la asistencia del Espíritu para enseñar la doctrina que le plazca: esto equivaldría a someter la verdad divina a las propias ilusiones e intereses.

    2º Todas las Iglesias mantienen la misma fe en las diversas regiones de la tierra, incluso no estando conectadas entre sí (cf. I, 10,2; III, 5,1; V, 20,1). Por eso, concluye, en muchas regiones en que la Escritura no se puede tener íntegra (por la dificultad, en aquellos tiempos, de conseguir los manuscritos), la Tradición mantiene la enseñanza de forma completa (cf. III, 1,1; IV, 1-2). Por eso San Ireneo concluye que, aun cuando por hipótesis no se hubiese consignado por escrito la doctrina, o se perdiesen los libros del Nuevo Testamento, la Tradición Apostólica quedaría garantizada por la Regla de la fe que la Iglesia mantiene desde los Apóstoles.

    2. La Regla de la fe (19)

    La Regla de la fe de la Iglesia está fundada en «la predicación de la verdad» (D 98). Ireneo, como muchos de los antiguos Padres, da una grande importancia a la confesión de fe bautismal: por ella somos cristianos, de manera que no podemos orar sino como creemos, y no podemos creer sino como hemos sido bautizados. (20) Creemos en Dios Padre, pero también en el Hijo y en el Espíritu Santo, porque entre el Padre y el bautizado median aquellos en cuyo signo transcurre la existencia humana para convertirla en historia salvífica desde la creación hasta la parusía.

    Esta regla no es la que predican los sectarios gnósticos, y así reniegan de su salvación; sino la que «la Iglesia expandida por todo el orbe hasta los confines de la tierra recibió de los Apóstoles» (21), única que mantiene con fidelidad la Palabra revelada. (22) Ireneo considera que «mantener inalterada la regla de la fe» (D 3) es una condición necesaria para integrarse en el plan salvífico de Dios.

    3. El único Dios es trino

    Dado el contexto antignóstico, una de las líneas doctrinales en las cuales incorpora la acción del Espíritu es la unicidad de Dios manifestada en la obra salvífica: no es uno el Creador (menguado, subordinado o escapado del señorío del Dios inefable) y otro el Redentor, el Dios desconocido e inabarcable, a quien Jesucristo enseñó como su Padre. Ni es uno el Padre de Cristo que nos libera de otro dios menor que nos tiene aprisionados en la materia; sino que es el mismo Creador nuestro y Padre del Verbo que se manifiesta como el Hijo hecho carne. Signo de esta unidad es que Dios ha realizado toda su obra por el mismo Espíritu, por medio del cual al principio nos creó, en el Antiguo Testamento anunció la salvación que debería realizar mediante la encarnación de su Hijo, y la llevó a cabo en cada uno de nosotros por la filiación que nos hace llamarlo «¡Abbá!» en el Espíritu. (23)

    Una imagen muy querida de San Ireneo para ilustrar la Trinidad (24) es la unción: «Pues en el mismo nombre de Cristo se suponen uno que ungió, el que fue ungido, y la unción misma con la que fue ungido. Lo ungió el Padre, fue ungido el Hijo, en el Espíritu Santo, que es la unción» (III, 18,3; cf. III, 6,1; 9,3; 12,7).

    Otra de sus preferidas es la imagen tomada de la Escritura «las manos de Dios» (Job 10,8; Sal 8,7; 119, 73; Sab 3,1) que usó como vehículo para expresar su doctrina. Es una de las primeras analogías del mundo físico que sirvieron para ilustrar la Trinidad, no sólo en la obra de la creación, sino también en la ejecución de toda la Economía. Por la frecuencia con que la usa, se advierte el especial afecto que Ireneo le guardaba (cf. IV, Pr. 4; 20,1; V, 1,3; 5,1; 6,1; 28, 4; D 11).

    Esta analogía le sirve a muchos propósitos. En primer lugar, para mostrar la unidad de Dios: es el mismo Padre quien actúa por sus manos. Una imagen que al mismo tiempo, contra los gnósticos que separaban de la creación al Dios desconocido, lo hace íntimo y presente en ella y sobre todo al ser humano, al señalar (con Sal 8,7; 119,73) que es el mismo Padre de Jesucristo, y no otro, quien se ha puesto a la obra. Se siente latir en esta expresión, de parte divina el amor, y de parte humana la confianza y abandono que la imagen sugiere, en él y en sus planes.

    Pero al mismo tiempo Ireneo debe leer con justeza los textos de la Escritura que atribuyen las obras de la creación y de la redención, tanto al Hijo como al Espíritu Santo; y en ambos casos, sea mediante una mención directa de estos nombres, sea mediante títulos equivalentes como el Verbo y la Sabiduría. Estos pasajes de la Biblia le dan pie para exponer la fe en la Trinidad: es el mismo Dios Padre, como fuente y origen de todo, quien actúa por sus manos, que son su Hijo y el Espíritu Santo, su Verbo y su Sabiduría (cf. IV, 7,4; 20,1-4). La figura de las manos, aunque imperfecta, indica por una parte la completa unidad (cada una de las manos no es otro ser distinto del que obra); y por otra la distinción, del Padre respecto a ellos, y del Hijo y del Espíritu entre sí como una mano es semejante a la otra, y, sin embargo, diversa. En efecto, las manos participan del mismo poder y realizan las mismas acciones de aquel a quien pertenecen, aunque cada una con su carácter propio. Gracias a ellas el hombre pudo ser creado a imagen y semejanza de Dios.

    La pluralidad de las «personas» (25), así como la unidad de acción, están de algún modo insinuadas desde la creación, cuando el Padre decide realizar su plan creador en vista de la salvación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26). Esta exégesis del texto bíblico es frecuente en San Ireneo (cf. IV, Pr. 4; 20,1; V, 1,3; 15,4). En el texto apenas citado el Padre invita a «sus dos manos», esto es «al Hijo y al Espíritu», o sea «a su Verbo y su Sabiduría» a realizar la creación, cada uno con lo que le es propio: «El Padre como fuente, el Hijo como modelo-ejemplo, el Espíritu como sello». (26)

    Las manos que plasmaron a Adán en el origen prosiguen formando cada día a los seres humanos. Y es que, continuando la creación, a través de la historia sigue realizando la misma obra original en cada uno de nosotros. Porque, si al principio por sus manos concedió a Adán la imagen y semejanza, una vez perdida ésta por el pecado, será por esas mismas manos como restaurará en el hombre la imagen y semejanza perdidas, mediante la acción del Hijo que es la imagen de Dios, y del Espíritu, que es su Sabiduría. El motivo es que «las manos de Dios se habían acostumbrado en Adán a ordenar, sostener y apoyar a su criatura, y a ponerla y cambiarla a donde querían». (27)

    Sin embargo, San Ireneo no se limita a la creación para contemplar la obra del Dios Trino; sino que ilustra toda la realización de la Economía (28), haciendo advertir el papel que cada una de las «personas» juega en nuestra salvación. Así, por ejemplo, atribuye la revelación de la Palabra de Dios a su Verbo y a su Espíritu (cf. II, 28,2; IV 20,6). El Espíritu Santo descendió sobre Jesús en el bautismo «para acostumbrarse a habitar con él en el género humano, a descansar en los hombres y a morar en la creatura de Dios, obrando en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de hombre viejo a nuevo en Cristo» (III, 17,1). Y repite una y otra vez, de diversas maneras y en variados contextos, que el Espíritu Santo nos conduce al Hijo, así como éste es nuestro camino al Padre (cf. IV, 20,5).

    Por supuesto que, a partir de la fórmula bautismal, San Ireneo propone la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como la Regla de la fe del cristiano (cf. I, 10,1; 22,1; IV, 6,7; 9,9; 33,15; V, 20,1; D 3, 6-7, 100). Mas, siendo imposible en una breve introducción recorrer la enorme riqueza trinitaria de esta obra, concluimos con un pasaje que puede sintetizar el pensamiento del obispo de Lyon: «Por ello en todo y por todo uno solo es el Padre, uno el Verbo y uno el Espíritu, así como la salvación es una sola para todos los que creen en él» (IV, 6,7).

    4. El Padre es el Creador y único Dios

    Según lo ha aprendido del Nuevo Testamento, San Ireneo usa el nombre de Dios, sin ninguna especificación, para designar al Padre (cf. I, 10,1; III, 6, 4-5; 25,7). Los gnósticos han separado al Padre de todo contacto con el mundo: es absolutamente desconocido (el Abismo), origen del Eón llamado el Unigénito, pero no del Verbo ni del resto de los Eones; es distinto del Creador (Demiurgo). En contraste (29), San Ireneo expone diversos ámbitos por los cuales creemos que el único Dios es el Padre:

    4.1. Así lo enseña la Escritura. Esta es una sola, porque tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son la Palabra de un mismo Dios, el Padre de Jesucristo. La identidad del Hijo y de su obra salvadora como proyecto de su Padre, es lo que garantiza, en la revelación completa, la unidad divina. El mismo y único que anunciaron los profetas es el Hijo del único Padre, el mismo que se encarnó para recapitular en sí a todos los seres humanos que se habían apartado del plan divino, murió, resucitó por nosotros y está sentado de nuevo a la derecha de su Padre. El Evangelio de Juan comparado con los Sinópticos, el libro de los Hechos y las Epístolas de Pablo, así como todo el Nuevo Testamento en su conjunto (cf. III, 11,1-9; 12,1-15; 12,14; 13,1; 15,1; 16,2-18,7), enseñan que no únicamente es uno el Hijo anunciado y el que se encarnó, sino también que es el mismo el Hijo del Padre Salvador, y el que llevó a cabo la Economía.

    Jesús reveló a un solo Padre, el mismo Creador del universo. Si, como los gnósticos dicen, el Padre fuese otro, Jesús nos habría engañado (cf. V, 1,1-2). Las tentaciones en el desierto atacaban el ser mismo del Señor como Hijo del Padre: «Si tú eres Hijo de Dios…» Al resistirlas, con sus respuestas el Señor demostró que su Padre dio la Ley en el Antiguo Testamento, venciendo al diablo con las Palabras de la Ley (cf. V, 22,1-2). Oró al único Padre al que reconocía como Dios. Al joven escriba que preguntaba a Jesús por el principal mandamiento de la Ley de Dios, a quien predicaba como su Padre, le respondió con lo que se leía en la Ley antigua, para mostrar que el mismo y único Dios es su Padre (cf. IV, 12,9). Jesús enseñó esta identidad también en sus parábolas y milagros (cf. IV, 36,1-8; V, 17,2).

    4.2. El Padre del Unigénito. Esta fe supone, en primer lugar, que el Unigénito no es diverso del Hijo, del Verbo y de Cristo (el Hijo hecho carne). Los gnósticos blasfeman al atreverse a narrar una «generación misteriosa» del Unigénito, que la Escritura no conoce (cf. IV, Pr. 3). Ciertamente esta generación es un misterio inefable, pero lo sabemos parcialmente y en imagen, como Dios ha querido revelarlo por su Palabra (cf. II, 28,6.8-9). Es semejante a la creación: conocemos el hecho por la Escritura, pero nos queda oculto el modo como Dios la ha realizado. El modesto conocimiento (la «verdadera gnosis») que tenemos, es el que recibimos como un don inmerecido, de parte del Hijo mismo, por medio del cual el Padre ha querido manifestarse (cf. IV, 6,4; V, 1,1). Sabemos que Dios es Padre, ante todo y de modo primordial, porque la Escritura enseña que desde siempre engendró a su Hijo, aunque la manera de esta generación se la ha reservado como el secreto de su vida íntima, y sólo él la sabe (II, 28,6; D 70).

    Mas el Hijo, en cuanto Verbo (es decir en cuanto Palabra del Padre), lo manifestó en el Antiguo Testamento desde la creación (cf. IV, 6,6). Esta revelación culminó en la encarnación de la misma Palabra, para seguir mostrando a Dios en la carne y llamarlo su Padre. Claro que los gnósticos no pueden admitir esto último, porque predican que la carne es radicalmente corrupta; pero es una opción de ellos, no Palabra divina.

    5. El Hijo es el mismo Verbo eterno hecho carne

    5.1. La doble generación de Cristo: las Escrituras lo llaman Dios, Señor, Rey eterno, Unigénito y Verbo que se hizo carne, «por motivo de la preclara generación que recibió en sí mismo, de su altísimo Padre, a diferencia de todos (los hombres), y por la también preclara generación que recibió de la Virgen, como lo atestiguan ambas Escrituras divinas» (III, 19,2). Entre ambas generaciones Ireneo señala el puente que las une, en relación con la paternidad divina, por motivo salvífico: «El que es Hijo de Dios se hizo hijo del hombre para que, mezclado con el Verbo de Dios, el hombre recibiendo la adopción se haga hijo de Dios. Pues no podíamos de otro modo recibir la incorrupción, si no estuviésemos unidos a la incorrupción y la inmortalidad» (III, 19,1). Aunque San Ireneo siempre habla de la encarnación como voluntad del Padre, nunca afirma que el Padre hubiese engendrado eternamente al Hijo para nuestra salvación; ésta es la meta de la segunda generación, cuando nació de la Virgen.

    5.2. El Hijo de Dios es Dios igual al Padre. San Ireneo lo muestra de tres maneras diferentes: 1ª Con algunas afirmaciones directas, como aquella indudable: «El Padre, pues, es Señor, y el Hijo es Señor; es Dios el Padre y lo es el Hijo, porque el que ha nacido de Dios es Dios» (D 47; cf. III, 15,3). Y añade ahí mismo que, «al mismo tiempo, en la administración de la Economía de nuestra redención, Dios aparece como Padre y como Hijo». «Es Dios y juez» (III, 12,9; cf. 19,2). 2ª Por los títulos y caracteres que «los profetas y los Apóstoles» le atribuyen: «Ni el Señor, ni el Espíritu Santo (por los profetas), ni los Apóstoles jamás habrían llamado Dios de modo absoluto y definitivo al que no lo fuese verdaderamente; ni habrían llamado Señor a ninguna otra persona, sino al Dios Padre soberano de todas las cosas, y a su Hijo que recibió de su Padre el señorío sobre toda la creación… A uno y otro el Espíritu designó con el nombre de Dios, tanto al Hijo que es ungido como al Padre que unge» (III, 6,1; ver 6,2; 8,3). También se le atribuye ser eterno como el Padre (cf. III, 18,1). Y en frecuentes pasajes se aplican a Cristo las afirmaciones que la Escritura (sobre todo el Antiguo Testamento) dice sólo de Dios (cf. III, 9,2-3; 10,3; 19,2). 3ª Por las obras que realiza, que son iguales a las del Padre, así como él mismo lo dijo a los fariseos en el Evangelio (Jn 5,19; 10,25.30). Por ejemplo, San Ireneo le atribuye la inspiración de los profetas (cf. IV, 20,9; V, 15,4), perdonar los pecados (cf. V, 17,1.3) y resucitarnos de entre los muertos (cf. V, 2,3).

    5.3. Su encarnación. Mas, sin duda, lo que más frecuente se dice de él está en relación íntima con haberse hecho carne para salvarnos: es la afirmación central de la fe cristiana, que proviene de la predicación apostólica según la Tradición que ha conservado la Iglesia, cuyos elementos esenciales son:

    5.3.1. Condición para resucitar en la carne, en la cual Ireneo centra, como en el motivo soteriológico, toda su reflexión sobre Cristo; ya que la salvación del hombre en Cristo (cf. V, 14,2), según la Economía del Padre, es el término de la obra iniciada desde la creación que llega a su cumbre en la encarnación y misterio pascual participado en nuestra carne. «Creo en la resurrección de la carne», sería la meta de toda la confesión de fe, porque lo es del misterio de Cristo. Pero nuestra resurrección es posible sólo porque Cristo, que en verdad asumió nuestra carne, resucitó primero (cf. V, 7,1; 13,4; D 41). De ahí que para Ireneo la doctrina gnóstica que afirma corrompida y sin salvación la carne creada por Dios, «es la más grande de todas las blasfemias» (V, 6,2).

    Cierto que para nuestra salvación no era necesario pagar un tan alto precio como la muerte del Hijo en la carne; sino que éste es un extremo de amor, pues era conveniente que nos salvase el Hijo, ya que fuimos creados en el principio según la imagen de Dios, que es él. Pero la Escritura no dice que hubiese sido creada el alma del hombre según esta imagen, sino el hombre mismo, es decir alma y cuerpo. Luego es la semejanza de todo el hombre, y no del alma, la que Cristo salva al reconstruirla (cf. V, 6,1; V, 12,3).

    5.3.2. El sentido salvífico de la Encarnación. El Hijo de Dios se ha hecho carne para que participásemos de su incorruptibilidad. Para explicar cómo sucede esto, acude a tres principios soteriológicos que desde él se han hecho clásicos: 1º El intercambio, que podría resumirse: «Por su inmenso amor (Ef 3,19) se hizo lo que nosotros somos, a fin de elevarnos a lo que él es» (V, Pr.); que luego se especifica en diversos aspectos, como: «El Hijo de Dios se hizo hombre para que los hombres nos hiciésemos hijos de Dios», etc. 2º La recapitulación: así como Adán es cabeza de la humanidad pecadora, Cristo se hizo Cabeza de la humanidad redimida (cf. III, 18,7). 3º Y esto lo realizó mediante el proceso de recirculación, esto es, deshaciendo la obra mal hecha por el primer hombre (cf. III, 18,6-7; V, 21,1-2). Este es el camino que Cristo siguió para realizarlo: si el hombre pecó por desobediencia al Padre y por eso fue condenado a la muerte, Cristo acepta la muerte por obediencia al Padre para darnos la vida, etc. Estos principios se basan en la doctrina de los «dos Adanes», el primero cabeza de la humanidad pecadora, el segundo de la humanidad redimida que nos muestra el camino que hemos de recorrer con él para ser salvos (cf. III, 11,8; 21,10; V, 12,4).

    5.4. La verdadera carne de Cristo tomada de mujer, y según el proyecto de Dios nacido de una Virgen como un índice de la intervención salvífica divina que no es obra humana. Esta es la condición indispensable de nuestra salvación, en la Economía del Padre. Sólo con una carne real es posible la verdadera muerte y resurrección de Cristo, sin las cuales no somos salvos ni resucitaremos (cf. D 38-39).

    5.5. La carne de Cristo es nuestra redención: «Su vida por la nuestra y su carne por nuestra carne» (V, 1,1). Así en la cruz se realiza en plenitud el intercambio: a través de su muerte injustamente sufrida nos libera de nuestra muerte justamente debida al pecado, según el plan del Padre (cf. V, 14,2). De esta manera, la identidad de la carne creada por el Padre al inicio, y de la asumida y redimida por el Hijo, nos revela la perfecta unidad entre el Creador y el Redentor, como confesamos en el artículo fundamental del credo (cf. V, 16,1). De ahí que, si la carne de Cristo no es real (como afirman los docetas), es falsa nuestra salvación. El hecho de haber tomado esa carne de María como madre, garantiza el que Jesucristo pertenezca plenamente a nuestra raza humana; y el que la haya asumido de una Virgen, es el signo de que toda esta obra de salvación proviene del Espíritu (cf. III, 18,7; 22,2; V, 1,2-3; 14,3).

    5.6. La carne de Cristo, revelación de Dios. Desde el principio el Padre se ha revelado «a quien quiere, cuando quiere y como quiere», por medio de su Hijo, que es su Palabra (cf. IV, 6,3), la cual está plasmada en la creación, sobre todo del hombre. Por ello todos los que han creído en la Palabra de Dios, en el Antiguo Testamento, han creído en Cristo y por la fe en él se han salvado; también quienes se salvaron por la Ley, que fue dada por el Verbo, como pedagogía de la Ley Nueva (cf. III, 16,6; IV, 2,4; 6, 7; 12, 4). Y por eso, porque sólo en el Hijo tenemos acceso al Padre desde el principio, es también única la salvación para todos los que creen en él (cf. III, 4,2; IV, 2,6). No hay, pues, otro camino al Padre que la carne de Jesús nacido de María; pues el Padre, movido por su misericordia hacia el hombre carnal, le ha dado esa carne en la que podemos hallarlo (cf. V, Pr). Más aún, no sólo no tenemos acceso al Padre sino mediante la carne de Jesús; pero ni siquiera tenemos acceso directo al Hijo en cuanto Verbo del Padre. Sabemos que el Hijo lo es del Padre, por la obediencia filial de Jesús, que nos redime por el proceso de recapitulación de que hemos hablado. Incluso la muerte de Cristo en la cruz no es de por sí misma reveladora, sino en cuanto en ella se manifiesta la obediencia del Hijo al Padre (cf. III, 18,6-7; V, 16,3). De ahí que sólo a través del proceso histórico de la Economía podamos llegar a reconocer la perfecta unidad de Dios.

    6. El Espíritu Santo

    El tercer artículo de nuestra fe confiesa la realidad del Espíritu Santo (cf. I, 10,1; D 3, 6). Pero ¿quién es él? San Ireneo, muy cercano a la Escritura, más bien nos dice cuál es su obra, y de quién proviene su misión: no habla en términos dogmáticos, sino salvíficos. Sólo en una ocasión se acerca a confesar su condición divina: «(Isaías) coloca en el orden de Dios al Espíritu que en los últimos tiempos derramó sobre el género humano» (V, 12,2), y ahí mismo le atribuye cualidades divinas, como ser sempiterno. En este orden de la eternidad, también afirma en la Demostración que el Padre ha engendrado desde siempre a su Hijo «según el Espíritu» (D 40). Asimismo con frecuencia le atribuye (igual que al Padre) ser incorruptible (cf. V, 12,2.4).

    Los gnósticos niegan la unidad del Padre y del Hijo, San Ireneo la afirma en el orden de la Economía: es el mismo Padre del Verbo que se manifiesta en el Hijo hecho carne. Signo de esta unidad es que ha realizado toda su obra por el mismo Espíritu, por el cual nos creó al inicio, anunció la salvación que debería llevar a término por la encarnación de su Hijo, y en cada uno de nosotros por la filiación que nos hace llamarlo «¡Abbá!» en el Espíritu (cf. II, 30,9; IV, 9,2; 20,1). Por eso, en la teología de San Ireneo, sólo podemos estudiar la vida del Espíritu Santo en la Trinidad, atendiendo a su situación en la Economía:

    6.1. Su relación con el Padre. El Espíritu Santo tiene su origen del Padre, por el Hijo, a quien el Padre se lo ha comunicado; y el Señor, a su vez, lo participó a la Iglesia (cf. III, 17,2); el Espíritu procede del Padre, que sostiene al Hijo, y éste lo entrega a las creaturas en proporción distinta: a unas en la creación, a otras en la regeneración, para que él las transforme en hijos adoptivos (cf. V, 18,2); el Padre es siempre el autor de la profecía que prepara la venida del Hijo, pero la comunica al profeta por la inspiración del Espíritu (cf. IV, 36,5). Por eso están unidos en jerarquía de procedencia también en la revelación: el Espíritu Santo revela al Hijo, así como el Hijo revela al Padre. Este proceso corresponde al orden salvífico de nuestro acercamiento a Dios: por el Espíritu llegamos al Hijo, y éste nos conduce al Padre (cf. D 7).

    San Ireneo usa muchas figuras para explicar que en todo cuanto hace el Espíritu Santo, es el Padre quien obra por él; por ejemplo, cuando lo llama «el agua de lluvia» que desciende del Padre y hace caer el Hijo (cf. III, 17,2), «el rocío» que humedeció la piel de Gedeón, y que el Padre derramaría sobre Cristo y nosotros (cf. III, 17,3), o, ahí mismo, «el Buen Samaritano» a quien el Padre encomendó al hombre caído; o «el Paráclito», «el Don» (cf. III, 6,4; 11,8; 24,1), «el agua viva» (cf. V, 18,2), y en un texto lo llama «el dedo de Dios» (III, 24,1), así como prefiere la imagen de «las dos manos de Dios» para significar al Hijo y al Espíritu.

    Mas entre todas las denominaciones del Espíritu, San Ireneo parece preferir (por la frecuencia con que la usa) la de «Sabiduría de Dios» para nosotros: «Este Dios es glorificado por su Verbo, que es su Hijo para siempre, y por el Espíritu Santo, que es la Sabiduría del Padre de todas las cosas» (D 10). El motivo por el cual le atribuye esta imagen como título, es que el Espíritu da la forma, la armonía, el desarrollo, la semejanza de Dios a todo el orden creado (cf. II, 30,9; IV, 7,4; 20,1-4; D 5.).

    6.2. Su relación con el Hijo. Este no depende del Espíritu en su existencia, sino del Padre. Y, sin embargo, es «Hijo de Dios en el Espíritu», expresión que San Ireneo usa para indicar su «preexistencia junto al Padre, engendrado antes de la construcción del mundo» (D 30), precedente a todo proyecto salvífico. Con esta dicción distingue la generación eterna del Verbo, de la que recibió en la carne al llegar la plenitud del tiempo, en favor de la Economía, por obra del Espíritu. San Ireneo interpreta Is 49,5-6, en el cual el Padre habla con el Hijo, como un signo de la preexistencia de éste, y como una promesa de que habría de hacerse hombre entre los hombres, plasmado desde el seno por el Padre mediante la unción del Espíritu, y por la acción de éste nacería para salvar a cuantos creen en él (D 43).

    En el orden de la Economía también actúa siempre unido al Hijo, al inspirar las Escrituras, ya que «fueron dictadas por el Verbo de Dios y por su Espíritu» (II, 28,2; cf. IV, 20,5). Sin embargo, San Ireneo prefiere atribuir la inspiración profética al Espíritu, que tiene como objetivo revelar al Hijo: «El Espíritu muestra al Verbo, y por eso los profetas anunciaron al Hijo de Dios» (D 5). Luego, para indicar cómo la tercera persona interviene en nuestra redención, utiliza una imagen muy querida: el Espíritu es el óleo con el cual el Padre ungió a su Hijo para que realizase, como descendiente de David, la obra salvífica que había prometido (cf. III,18,3; cf. III, 6,1; 9,3; D 47). Así pues, el Espíritu interviene con su unción, aunque el agente principal sea el Padre que ha enviado a ambos, sobre todo en dos momentos clave en la existencia encarnada del Hijo:

    6.2.1. Lo ungió en la Encarnación, desde el seno de María. San Ireneo confiesa esta obra en varios de sus escritos, con expresiones que preludian las del Credo: «El Hijo del Padre de todas las cosas… engendrado de Dios por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María, la cual desciende de David y de Abraham, es Jesús, el ungido de Dios» (D 40; cf. 51). En este caso, la intervención del Espíritu apunta dos datos de sumo interés: primero, su igualdad con el Padre en cuanto a la divinidad, señalada por la correspondencia total en la obra que ambos realizaron en la carne del Hijo; y segunda, el Padre es el origen de toda la obra salvífica. Esta unción en el tiempo tiene como único fin la Economía en favor de los seres humanos. Cristo fue el ungido por el Espíritu (en su concepción), para que cumpliese la misión mesiánica; por eso se le llamó Cristo, es decir, el Ungido, «porque el Padre por él ha ungido y adornado todas las cosas; y también por motivo de su venida en cuanto hombre, porque fue ungido por el Espíritu de Dios» (D 53). Mas esta unción no fue para él, que no la necesitaba, sino que toda está dirigida a la unción de los cristianos en y por Cristo, para alegría de ellos (D 57).

    6.2.2. Lo ungió en su bautismo. Ante todo, dice San Ireneo, el Bautista lo mostró a sus discípulos como aquel sobre el cual había descendido el Espíritu (cf. D 41). Este lo ungió en vista de su misión en favor de los hombres, y como prototipo de todos los ungidos que creerían en su nombre. Podríamos decir mejor que el Padre lo ungió por el Espíritu: de éste Jesús recibió, en su humanidad, los dones mesiánicos que había de transmitir a los cristianos (cf. III, 9,3). Pero esta unción de Jesús no tenía como meta que él solo salvase a los seres humanos; sino también el Espíritu unido a él, ya que lo ungió y permaneció en Jesús «para habituarse a habitar con él en el género humano y a descansar en los hombres» (III, 9,3).

    6.3. Su obra salvífica. Uno de los elementos básicos de la contienda de San Ireneo con los gnósticos es la unidad entre los dos Testamentos, que se significa por la continuidad en la misma Economía del Padre. En este campo, Ireneo muestra al Espíritu Santo en la lid, mediante su actuar permanente. En efecto, a una misma Economía corresponde un solo Dios, que en el concepto hebreo es siempre el Señor que nos salva.

    6.3.1. En el Antiguo Testamento. Sobresalen tres actividades del Espíritu: inspiró a los profetas, dio la gracia a los justos y escribió la Ley de la Alianza.

    Inspiró a los profetas: La profecía es una acción trinitaria: en el Padre tiene su origen, el Espíritu Santo inspira a los hombres elegidos y habla por ellos para preparar la venida del Hijo en la carne. El Espíritu fue quien descubrió al único Dios y enseñó a llamarlo Señor. También reveló que Dios es Padre e Hijo, y que los seres humanos fuimos creados para llegar a ser un día hijos de Dios participando de la filiación del Hijo. Así interpreta sobre todo la profecía de los Salmos, atribuidos a David en su calidad de profeta (cf. III, 6,1).

    La función de la persona llamada a este ministerio no concluye al anunciar las cosas futuras; sino que sobre todo prepara el camino de la salvación que el Padre ha decidido realizar por su Hijo. No sólo hace conocer (como pretenderían los gnósticos), ya que la salvación no se reduce a la mente; también incluye santificar al hombre, para que ame a Dios y le dé gloria (cf. IV, 20,8). El Espíritu Santo elige y encomienda esta misión al escogido, lo inspira y envía, como también enviará a los Apóstoles, en el Nuevo Testamento, a predicar tanto a judíos como a gentiles (cf. I, 10,1; IV, Pr. 3). Toda la actividad profética tiene como finalidad anunciar la encarnación y el cumplimiento de la Economía del Padre mediante la carne de su Hijo.

    Dio la gracia a quienes creyeron en Dios. Esta gracia se desliza por una triple ruta: el Espíritu es quien ha guiado a los justos por el camino de la fe y de la justicia (cf. D 6, 56), es el que ha repartido a los antiguos padres, en herencia, la tierra prometida (cf. D 24), y, finalmente, Dios escribió la Ley de Moisés para establecer la Alianza con su pueblo, por su dedo (se supone que es el Hijo), en el Espíritu Santo (cf. D 26).

    6.3.2. En el Nuevo Testamento es donde se revela con mayor claridad y abundancia la actividad salvífica del Espíritu:

    El Espíritu en la vida del Cristiano. La unción de los bautizados está en continuidad con el bautismo del Señor (cf. III, 17,1-2). Por este sacramento asimilamos en nosotros mismos al Espíritu que, siendo imagen del Hijo, nos hace también a nosotros semejantes al Verbo de Dios (cf. V, 6,1; 9,3). Al ungir al bautizado, el Espíritu permanece en él y lo transforma, de manera que por su inspiración y guía el creyente vive la vida cristiana, que es «vida en el Espíritu» hacia la resurrección final, una vez que ha asimilado al que es el Espíritu de vida, a condición de que lo conserve hasta el fin de su paso por este mundo, cuando se tornará inmortal al recibirlo plenamente (cf. V, 8,1; D 42). Este es el hombre perfecto, es decir, el espiritual, porque toda su historia discurre bajo el signo del Espíritu que porta en su propio espíritu.

    «Quienes temen a Dios y creen en la venida de su Hijo, y por la fe mantienen en sus corazones al Espíritu de Dios, se llaman con razón hombres puros y espirituales que viven en Dios» (V, 9,2) porque el Espíritu de Dios limpia con su presencia el corazón de aquellos en quienes habita, y, unido a ellos, los eleva al nivel de la vida divina. El Espíritu Santo es quien, transformando al cristiano desde su interior, lo hace vivir la novedad de vida obedeciendo a Dios (cf. V, 9,2-4). Y como solamente los de corazón puro verán a Dios, por ello la vida del Espíritu en el hombre es condición para que éste pueda poseer el Reino.

    El Espíritu en la vida de la Iglesia. El Espíritu dio vida a la Iglesia en su nacimiento, y por él ésta continúa viviendo; él la conduce y alienta, y sin él ella ni existiría ni podría realizar misión alguna. Si el Espíritu ha ungido a Jesús en el bautismo para que lleve a cabo la misión mesiánica, también ha ungido a la Iglesia en Pentecostés para que continúe la misma a través de la historia. Una vez descendido sobre los discípulos, los envió a los gentiles para purificarlos de sus idolatrías e iluminarlos con la luz de la fe por el bautismo. Elige a los ministros y les concede los carismas necesarios para su ministerio. Establece la Iglesia universal, y distribuye de modo permanente entre los fieles todos los dones espirituales. La conserva como un vaso siempre joven que contiene el perfume fresco del mismo Espíritu; por eso llega casi a identificarlos: «Donde está la Iglesia ahí está el Espíritu, y donde está el Espíritu de Dios ahí está la Iglesia y toda la gracia, ya que el Espíritu es la verdad» (III, 24,1; cf. 11,8; 17,2-3). Por ello quienes se apartan de la Iglesia para formar sus conciliábulos renuncian a la verdad y la salvación por el Espíritu de Cristo.

    El Espíritu inspiró los Evangelios (cf. III, 11,8), porque, siendo el que preanunció a Jesús por los profetas, ahora lo anuncia por los evangelistas; el que descendió sobre los Apóstoles y los envió a todas las naciones, les comunicó su poder para actuar por medio suyo, convocó a los gentiles a la fe, les mostró el camino de la vida para la existencia en Cristo, y todavía purifica y eleva a las creaturas por el bautismo. Sigue llamando a cada uno de los cristianos a la vocación de la fe, para que pasen continuamente del campo árido de la gentilidad al terreno de Cristo, donde éste les da a beber de su Espíritu (cf. D 89).

    7. María

    La vocación de María halla su lugar en la Economía de la salvación. En San Ireneo ocupa un sitio privilegiado, al punto de ser el gran mariólogo del siglo II. María está al servicio, primeramente de la real y verdadera encarnación de su Hijo; luego de toda su obra salvífica de la humanidad. Por ello precisamente se insinúa ya en este Padre la imagen de María como figura de la Iglesia (cf. III, 10,2).

    7.1. María al servicio de la Encarnación. Propiamente no hay herejías mariológicas, porque todo el misterio sobre ella está al servicio de su Hijo: las hay cristológicas, que de rebote afectan el proyecto de Dios sobre su Madre. Por ejemplo San Ireneo describe cómo Cerinto habría afirmado que Jesús fue un hombre común nacido de José y María, sin embargo elevado sobre los demás seres humanos por su justicia, poder y sabiduría (cf. I, 26,1). Las diversas sectas gnósticas, que no podían aceptar la carne verdadera de Cristo, afirmaban que no tomó ni carne ni sangre de María; sino que «pasó por ella como el agua por un tubo» (I, 7,2; cf. III, 11,3; 16,1) dejándolo seco, y por tal motivo ella sería virgen. Por eso San Ireneo insiste en el servicio de María, como Madre virgen:

    7.1.1. Madre verdadera, de la que según los Evangelios nació Jesús como hombre completo, garantiza contra los gnósticos la realidad de la carne de Jesús, sin la cual es imposible la vida histórica de Cristo, y su muerte y resurrección reales: «Yerran quienes afirman que él nada recibió de la Virgen… De otro modo habría sido inútil su descenso a María: ¿para qué descendía a ella, si nada había de tomar de ella?» (III, 22,1-2) Todos los signos que el Evangelio nos ofrece de la real humanidad de Jesús, son una prueba de que «éste es e

  2. Que tal atrevimiento de estar pegando periódicos en un foro ¿Alguien va leer todo eso?. Lo único que se logra es malograr el foro, ademas de mostrar falta de respeto.
  3. ***

    -HECTOR… (NIKOS)difiero en alguno pequeños puntos de los cuales estas errado.

    – NIKOS…Hector en mis exposiciones no hay absolutamente ningun error. Y si tu impresión asi lo siente, hubiera sido bueno detallar cual no te parece correcto, pero repito es una impresion tuya, lejos de cualquier realidad, porque mi base es simpre biblica y exegetica, la de otros es biblica pero descontextuada…

    *Por otro lado no haces bien poner tanto texto de la basura de la Gnosis, eso es darle carne al espermatozoide loco.No corresponde con el tema del DIVORCIO, eso ya deberias de saberlo…

    NIKOS

  4. **

    – TAMAÑO HEMEROTECANO, sigue por favor repasando los archivos, gracias por tu trabajo de recopilación, me parece bien que lo hagas y de paso repases; eso purgará tu falsa doctrina.

    NIKOS…

  5. NIKOS CONTRA LA MUJER:

    NIKOS dice el 20-06-2013 a las 11:07

    Las mujeres cristianas fueron y son tan sumisas como siempre

    La mujer cristiana es igual siempre, hace dos mil años como ahora

  6. NO SOIS NADIE PARA VENIR A JUZGAR A UNA HIJA DE DIOS

    ASI QUE HERMANA DAYANA , CONSERVA TU FRENTE EN ALTO , Y PORTATE COMO LO QUE ERES : UNA HIJA DEL DIOS ALTISIMO, DE TODOS MODOS LA RESPUESTA LA TIENE EL ESPIRITU DE VERDAD Y DE JUSTICIA ( ESPIRITU SANTO ) EN ORACION DIOS TE GUARDE

  7. Para comomensajero:

    [respondiendo al mensaje]

    Mi hermano parece un Niño…

    No edifique en base de alguna sensacion porque cuando le venga el contrapeso se va a caer…

    Entiendo que no se le puede dar un pedazo de carne a un bebe porque le va ser dificil digerirlo.

    El nuevo nacimiento es una obra que solo el E.S. lleva a cabo, el creyente (voy a escribir de una manera simple) debe pasar por tres estapas de Gracia:

    Justificacion: el cual es la confecion de aquello a que cree, va en camino creyendo en el sacrificio de la Cruz, pero todavia no es todo.

    luego viene la Santificacion: lo cual significa «Limpio y apartado para servicio», cuando el creyente o el vaso es limpiado de la inmundicia, es una obra que solo puede llevar a cabo el E.S. pero no es todo, vas avanzando ..

    Luego viene el Bautismo del Espiritu Santo: el cual es la llenura, del vaso, y es cuando llega a la adopcion, y la piedra de corona es puesta en el creyente, el sello(Efesios 4:30) la obra concluida.

    El espiritu Santo. es sin sensaciones. No Gnosis, no sensaciones, sino Una Nueva creacion en Cristo, nada de la vieja vida en uno…

    Esto es por encima Dtb.

  8. Para RICHARD:

    [respondiendo al mensaje]

    Hermano como se le ocurre semejante disparate liberalista..

    No hay escritura para respaldar tu argumento, ya leiste Marcos 10-12? Romanos 7:1-10 ??

    Hay que Jusgar lo. correcto de lo incorrecto, creo q te quedaste un poco exitado con ese comentario..

    Para que dejas tu numero??? eres venezolano..

    no aconceje mal, el ciego guia al ciego..

  9. Para comomensajero:

    [respondiendo al mensaje]

    Hermano ¿no es esto mero hablar? nisiquiera sabes si estas cierto o no, te lanzas a la deriva…

    «Y el mismo constituyo, a unos apostoles; a otros profetas; a otros; evangelistas; a otros pastores y maestros, a fin de Perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la Edificacion del Cuerpo de Cristo» (Efesios 4:11-12) Como piensas ser perfeccionado sin esto??? y luego dices que la Gnosis la sacaste de la Biblia???

    Hermano te veo en tinieblas…

  10. Para comomensajero:

    [respondiendo al mensaje]

    Los gnósticos se creen ya salvados por

    naturaleza, al escapar del alma y del cuerpo tras la muerte, por ser

    seres pneumáticos. Por eso se sienten libres de la moral en este

    mundo. Pero ¿de dónde lo sacan? El ser humano está formado

    únicamente de alma y cuerpo (el espíritu no es un elemento natural

    distinto del alma; y el Espíritu que se concede al hombre perfecto es el

    Espíritu Santo): ¿qué es entonces lo que en ellos se salva? Es, además,

    descabellado enseñar que, por una parte, por naturaleza las almas de

    los psíquicos quedarán en la Región Intermedia con el Demiurgo, y por

    otra deban practicar la fe y la justicia (cristianas) para salvarse. Y

    desatinado que el futuro del cuerpo (y por ende los hombres hílicos)

    sea quemarse con toda la tierra: ¿acaso quien vive la fe y practica la

    justicia no es el ser humano completo, es decir cuerpo y alma? ¿Por

    qué entonces pretenden que sólo el alma podrá vivir en la Región

    Intermedia?

    La naturaleza de su Demiurgo. Es caprichoso decir que es un ser

    sólo psíquico (es decir, no más que un alma), ignorante del Pléroma, y

    sin embargo enseñar que sea el Creador. Porque a un ser se le conoce

    por sus obras. Y el Creador ha hecho no únicamente los seres

    materiales y las almas, sino también los seres espirituales, como se

    prueba por la doctrina de San Pablo. El mundo, además, es inmenso y

    conserva un orden perfecto: ¿cómo puede ser obra de un Creador

    ignorante? Por consiguiente, San Ireneo concluye, el Creador es el

    único Dios verdadero y Padre.

    Ellos, porque el

    Señor dijo: «Buscad y hallaréis» (Mt 7,7), pretenden tener la capacidad

    de conocer toda la verdad divina, incluso la que el Señor no ha

    querido revelarnos (cf. II, 26). Es verdad que hay una legítima

    búsqueda de la verdad, cuando está abierta a acoger con sencillez, y

    dentro de los límites de la propia capacidad humana, la Palabra del

    Dios que se nos revela. Pero eso supone que no abusamos de las

    parábolas de la Escritura, para, manipulándolas, probar nuestras ideas

    preconcebidas, que en tal caso se tornan contradictorias. Además, una

    sana actitud ante el conocimiento es aprender que existen muchas

    verdades que sobrepasan nuestra capacidad y que hemos de reservar a

    Dios, el cual revelará las que a él le parezca conveniente, según su

    Economía. El problema de los herejes es que pretenden tener el

    dominio de la ciencia, de modo que se elevan a sí mismos hasta el

    rango de Dios

    Su orgullo les lleva a creerse superiores a toda ley moral, por ser

    pneumáticos, y esta actitud los arrastra a las más indignas prácticas de

    inmoralidad, sobre todo en materia de sexo. Abusan de su falso

    ascendiente para dominar a pobres mujeres incautas y arrebatarles su

    honra y su dinero. En su soberbia incluso se sienten superiores a Jesús,

    tanto en sus doctrinas como en sus obras. En cambio jamás han

    probado algún milagro como los realizados por el Señor, ni su

    conducta le es remotamente comparable .

    La transmigración de las almas. Si éstas hubiesen vivido una vida

    anterior, necesariamente deberían conservar su recuerdo: de otra

    manera, ¿como pueden saber que ya existieron? Un olvido tan total,

    en primer lugar no es posible, y en segundo indica que no tienen

    argumento alguno para probar su ilusoria doctrina. Hablan, siguiendo

    a Platón, de una «copa del olvido» que tomaron antes de volverse a

    encarnar. ¿Y cómo lo afirman si no lo recuerdan? Por otra parte, todo

    el ser humano, alma y cuerpo, es responsable por sus obras justas e

    injustas: así lo enseña toda la Escritura, sobre todo el Señor en el

    Evangelio .

    Hermano dje ese camino heretico y busque la sana Doctrina.

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